Época: América borbónica
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1810

Antecedente:
Desarrollo de las colonias



Comentario

Todo lo que prosperó Nueva España en el siglo XVIII lo perdió el Perú, que dejó de ser el primer productor de plata americana y el eje del comercio en Suramérica. Esto último se inició a partir de la Guerra de Sucesión española, cuando los mercantes franceses llegaron al Pacífico por el Cabo de Hornos, inundando de manufacturas los puertos chilenos, peruanos y quiteños. Todo venía por el sur y casi nada por el norte. Naturalmente, antes de llegar a Hornos abastecían el Río de la Plata, que dejó de depender de Lima. El posterior comercio fraudulento británico, realizado a través de los legales Navíos de Permiso y del asiento negrero de la South Sea Company, independizó también de Lima la región de Tierra Firme, y la guerra de la Oreja terminó con el sistema de flotas, quedando el Perú relegado a un papel de segundón en el comercio hispanoamericano que antes dominaba. Sufrió, además, una importante pérdida territorial al crearse el nuevo virreinato santafereño (1739). La situación del Perú siguió empeorando posteriormente, mientras mejoraba la de Buenos Aires, que recibía la primicia del contrabando y desviaba cada vez más flujo de plata potosina hacia su puerto. El Callao terminó siendo una escala opcional de los navíos sueltos que venían a Buenos Aires. En 1776, la Corona creó el cuarto virreinato en el Río de la Plata para hacer frente a la presión lusoinglesa y encuadró dentro del mismo a Charcas, con las minas del Potosí. Perú perdió la gran mina argentífera y su proyección atlántica, quedando reducido a un país trasandino (su salida por la Amazonía estaba cortada por Brasil). De su posterior interiorización resultaron la creación de la Audiencia de Cuzco en 1787, la adjudicación de la Intendencia de Puno en 1795 (se cercenó del Río de la Plata), de las provincias de Maynas en 1803 (se tomaron del virreinato santafereño), y la anexión de la gobernación de Guayaquil en 1804 (aunque estaba en jurisdicción santafereña, su comercio estaba ligado al Perú). Todo esto plantea la pregunta de si los circuitos económicos generaban los reajustes territoriales de la Corona o era al revés.
La otra causa del decaimiento peruano fue la minería. La pérdida de Potosí bajó su producción argentífera a menos de la mitad: 246.000 marcos de plata en 1777. Afortunadamente, pudo recobrarse pronto alcanzando en 1792 un nivel de 500.000 marcos y en 1799 los 637.000. Esto fue posible gracias a la mejor explotación de las antiguas minas (Paseo, Laicacota, Castrovirreina) y la puesta al máximo de producción de las nuevas que se habían descubierto durante la centuria (Chanca, Huallanga, Huantajalla, Hualgayoc, etc.). El problema es que la mayor parte de ellas estaban situadas a grandes alturas, lo que impedía desarrollos agropecuarios periféricos. Había que llevarlo todo desde centros muy lejanos, lo que limitaba la formación de economía subsidiarias. Huancavélica mantuvo su producción de mercurio, aunque disminuida. La mita siguió suministrando mano de obra, si bien gran parte de ésta era ya jornalera.

El comercio por el Cabo de Hornos hundió, además, la industria obrajera, que sucumbió frente a las manufacturas producidas por la Revolución Industrial. También provocó cambios substanciales en agricultura, decayendo la del norte y resurgiendo la de los valles centrales (productores de cereales y algunos cultivos tropicales como algodón) y de los meridionales (productores de uva, que se transformaba en aguardiente o pisco). La gran propiedad territorial aumentó gracias a la compra de las tierras de los jesuitas, que fueron rematadas a precios de saldo y a plazos que no se pagaron jamás (se evaluaron en 6.641.448 pesos y se vendieron en 3.588.797). El siglo acentuó aún más las diferencias entre las tres regiones de costa, sierra y selva. En la primera, existía una agricultura diversificada en la que primaban las plantas europeas (trigo, vid, arroz y azúcar), junto con algunas americanas (tabaco y algodón) destinadas a la comercialización. En la sierra, se ubicaban los cultivos tradicionales (maíz y papa), la ganadería (ganado ovino y caprino junto al de llamas y alpacas) y la minería. En la selva, se cultivaban especias y plantas medicinales, principalmente la cascarilla o quina.

La población peruana sufrió muchos altibajos en función de su jurisdicción cambiante. En términos generales tuvo un gran aumento, llegando a alcanzar 1.070.677 habitantes en 1792. Se distribuía en 608.894 indios (56,9% ), 244.436 mestizos (22,8%), 135.755 blancos (12,7%) y 81.592 (7,6%) negros y mulatos. Los esclavos eran apenas unos 43.000, y su 97% se concentraba en las provincias costeras. Su grupo predominante era el indígena, que casi se había duplicado en cuarenta años, pues a mediados de siglo era sólo de 343.000 habitantes. Los indios habitaban la sierra y la selva, y los blancos y negros la costa. La población peruana era eminentemente rural y sólo había tres grandes ciudades, Lima, Cuzco y Arequipa, en las que se concentraba el 40% de los blancos. La capital tenía 52.000 habitantes en 1792. En la sociedad peruana de fines de siglo perdieron importancia los mineros y la ganaron los comerciantes, que entroncaron con la antigua nobleza.

En cuanto a la administración, sufrió el proceso general de supresión del poder criollo, sustituido por el peninsular. Los virreyes de los primeros tres cuartos de siglo afrontaron los problemas de contrabando, decaimiento de la producción de mercurio, defensa territorial (mantuvieron el envío de situados a Panamá, Chile y Cartagena) de corsarios, sublevaciones indígenas (como la de Juan Santos Atahualpa), epidemias y terremotos. Los virreyes del último cuarto de siglo gobernaron en medio de reformas. Expulsaron a los jesuitas (salieron 480 de ellos), reajustaron a las nuevas circunscripciones territoriales, hicieron frente a la visita de Areche y proclamaron el Reglamento de Libre Comercio. Areche hizo una reforma concienzuda creando aduanas, ordenando nuevos impuestos y subiendo los existentes. Pretendió, además, moralizar la actuación de los corregidores aumentándoles el sueldo (el virrey Guirior había comprobado que imponían repartimientos abusivos a los indios para redondear sus ingresos), lo que incidió a su vez en aumentar los repartimientos. Los indios estaban hartos de que se les obligara a comprar lo que no deseaban y surgió la rebelión. La inició el cacique de Tungasuca José Gabriel Condorcanqui, que apresó y mató al corregidor de Tinta en noviembre de 1780, tomando el sobrenombre de Túpac Amaru, el Inca que había sido ajusticiado por los españoles en 1572. Atrajo numerosos partidarios anunciando que suprimiría el repartimiento y la mita, a lo que añadió más tarde la libertad de los esclavos. Túpac Amaru venció a un destacamento realista en Sangarará y puso cerco a Cuzco. El virrey Jáuregui mandó contra los rebeldes, en 1781, una fuerza de 17.000 hombres, dirigidos por el mariscal José del Valle, que les persiguió y logró derrotarles en Checacupe. Túpac Amaru fue capturado, juzgado y ejecutado bárbaramente en la plaza mayor de Cuzco. La conmoción producida por esta rebelión y las que le sucedieron minaron mucho el prestigio español. Posteriormente se establecieron las siete intendencias del Perú (1784), a las que se añadió luego la de Puno, se puso alto a los repartimientos, se creó la Audiencia de Cuzco (una de las reivindicaciones de Túpac Amaru), se mejoró la planta militar y se implantaron numerosas instituciones ilustradas. El último virrey de esta época fue Abascal, que inició desde el año 1806 una lucha permanente contra los brotes revolucionarios que surgían por toda Suramérica.